Conversación telefónica durante el confinamiento

Acabo de mantener una breve conversación sobre fútbol sin saber cuánto tiempo estaremos sin competiciones. Nada será igual después de esta maldita pandemia de la que nadie sabe nada realmente. En pleno siglo XXI nos ha pillado desprevenidos un microbio que se ha pasado por el forro todos loa avances de la ciencia como si estuviéramos aun en plena edad media. Y quizás lo estamos porque el ser humano no ha evolucionado más que en ciertas formas, pero nunca en su esencia.

Volvamos al fútbol, que ese si ha saltado desde los improvisados campos habilitados en las viejas minas de carbón del norte de Inglaterra y Escocia hasta convertirse en un campo de batalla más parecido a Wall Street que al espíritu olímpico que se le suponía. Los grandes agentes FIFA que representan a cientos de futbolistas de todo el mundo se disponen a librar la guerra contra el reglamento que les impedirá percibir más del 3% de comisiones en cada transferencia o cesión. Afirman que es la muerte de los intermediarios de jugadores modestos, como si a ellos eso les importara. Aunque los organismos internacionales que rigen  el balompié se ha quedado tan cortos como los gobiernos en la gestión del coronavirus. Antes de constreñir los beneficios de las agencias de representación habría que empezar por regular los emolumentos de los «esclavos de oro del balón»; si, de los mercenarios que visten de corto sobre el terreno de juego. Una normativa internacional que fije máximos y mínimos en función de cada categoría, que castigue las primas por objetivos que ya existen en todos los contratos porque se supone que se juega para intentar ganar y eso está en el sueldo de cada individuo y no perseguir la falsedad de los incentivos a terceros que, siempre que sea por la victoria y no por conceder los puntos en disputa, nos parece lícita.

Mi interlocutor, cuya identidad no revelaré para no traicionar la intimidad del diálogo telefónico, se hallaba repasando la trayectoria del Mallorca a finales de los años sesenta, cuando sin más recursos que los generados por la venta de entradas y algún incipiente respaldo publicitario,  vestían de encarnado mitos como Ernesto Domínguez, Conesa, Pini, Forneris o mallorquines como Parera y Cifre. Y siempre, siempre, se buscaba la mejor clasificación. Entonces los directivos eran perfectos desconocidos y los presidentes únicamente aspiraban a una cierta notoriedad y reconocimiento social. Miguel Contestí fue, probablemente, el último de esos mohicanos.

Ahora ve y cuéntaselo a los financieros de Arizona.