Instalados en la aberración

La sociedad mallorquina apunta antes a la envidia que a la generosidad. Se suma a la autocomplacencia colectiva y rechaza el halago individual. Quizás se deba a su ascendencia fenicia, dado que el negocio prima sobre la amistad, aunque no escapa a la globalización que ha impuesto una escala de valores adaptada básicamente al éxito social y al dinero por encima de virtudes más profundas.

Me hago esta reflexión sin haber comprendido aún cómo empresarios mallorquines de gran éxito y aficionados al fútbol, han dejado que el Mallorca, y el Atlético Baleares, también haya terminado en manos de extranjeros, como prueba del desapego moral que sentimos por todo aquello que, desde una u otra esfera, nos representa. En el deporte como en cualquier otra actividad. El mismísimo Rafa Nadal cuenta con más admiradores fuera de aquí, como ya ocurrió con Carlos Moyá y podríamos extrapolar a otros ámbitos como la hostelería, donde los Escarrer, Fluxá o Barceló, tanto el hotelero como el pintor, reciben más críticas que reconocimiento.

Mi mayor frustración se produce al tratar de entender cómo una sociedad que ha llegado a reunir la voluntad de casi 20 mil almas, como el Mallorca, hoy desperdigadas, ha permitido que profesionales de indudables conocimiento y reconocimiento no hayan llegado a encajar sus sensibilidades en un proyecto común y de todos. Es una aberración que a día de hoy Mateu Alemany sea el director general del Valencia, Serra Ferrer el vicepresidente ejecutivo y director deportivo del Betis y Nando Pons haya tenido que salir a China para ejercer y desarrollar su profesión. Resulta verdaderamente insensato que algún mindundi sin linaje ni pedigrí haya podido corroer hasta tal punto los fundamentos de una institución centenaria y que tanto sacrificio costó integrar en la industria deportiva más importante de España y del Mundo. No hay acto social de contrición capaz de reparar tanto pecado mortal.