Viejos polvos y nuevos lodos

La pasada semana un expresidente del Mallorca me contaba que uno de sus nietos, 14 años, se había convertido en un forofo del Mallorca, iba a todos los partidos veía los de fuera por televisión y hablaba constantemente del equipo. Uno de mis hijos, hija en este caso, tiene 20, se ha pagado su abono de sol baja y va a Son Moix sin perderse partido nieve o truene, haga frío o calor, ataviada con la camiseta de Budimir y la sudadera oficial. Yo creo que ambos forman parte de los últimos aficionados de verdad, los sentimentales. Tanto el chaval como ella han oído hablar del club en sus respectivas casas y de nuestras experiencias, viajes, recuerdos, jugadores, etc. Yo, tal vez por deformación profesional, intento que analice los partidos sin pasión, atenta a la circunstancias, que sepa valorar el buen juego pero reconozca los fallos y cuando los resultados son adversos no culpe al árbitro o factores ajenos tan en boga pese a y con el VAR.

No sé si lo consigo, no obstante la conversación con mi compañero de mantel venía a cuento por la irrupción en el fútbol mundial de los fondos de inversión cuyos objetivos poco tienen que ver con el espíritu que alumbró este deporte y cuyos restos todavía lo mantienen por encima de otros espectáculos deportivos. El ojo del amo engorda al caballo, asegura el refrán y el fútbol se multiplicó gracias a los sentimientos de las gentes de cada lugar que encontraron en sus colores una representatividad de la que eran huérfanos y nadie mejor que un mallorquín podría sustentar el alma mallorquinista, como la del Atlético Baleares, el Constancia igual que un valenciano la del Valencia o un coruñés la del Deportivo. Al margen de los errores que pudieran cometer, podemos poner nombre a los sujetos: Miquel Contestí, Jaume Rosselló, José María Lafuente, Jerónimo Petro, la viuda del Dr. Peñaranda, Brondo, Miquel Llompart Mora, Joan Morro Albertí, Pep Alorda, Serra Ferrer, Jaume Cladera y un etcétera más largo para el que se queda corto el espacio disponible.

A casi todos les costó dinero de sus bolsillos, pero el tema a debate no era esto sino cómo se había llegado a la deshumanización que ha desembocado en la paulatina desaparición de cada equipo como nexo de unión de un determinado sentimiento para convertirse en un simple y puro objeto comercial. Nadie hizo caso de los avisos que claramente señalaban el desequilibrio entre ingresos y dispendios acrecentado hasta lo insostenible por las exigencias de los futbolistas profesionales que, finalmente, se quedaron no solo con parte del pastel, sino con la tarta entera. Y por ahí es por donde se han colado los inversores de todo el mundo que, amparados en sensibilidades como las descritas en el primer párrafo, aprovechan la selva de operaciones infinitas permitidas por los contratos laborales o publicitarios en un entramado interminable de sociedades anónimas y la generosidad de las televisiones necesitadas de llenar espacios, para erigirse en dueños de un imperio financiero desprovisto de toda deportividad. Con razón la FIFA quiere acabar con ellos, pero mucho me temo que no lo conseguirá.

Por supuesto que nada de esto se lo cuento a mi zagala, ni mi amigo comensal a su nieto.