La decadencia del fútbol
Debo decir que desde los veinte años escucho, veo, leo, hablo y escribo sobre fútbol, entre otros deportes. Hace tiempo que no hago recuento de los partido que he visto. En el 2006 iba por los mil doscientos más o menos, pongamos que ahora deben superar los mil quinientos. Pensaréis que son demasiados como para darse cuenta ahora de los engaños que se dan, corruptelas y corrupciones aparte, pero he llegado a la conclusión de que en este deporte las cosas han cambiado y no para bien.
El último agente perverso que influye en la degradación del espectáculo es el de las apuestas. Si circunscrito a las quinielas estatales ya se dieron sobornos, abierta la espita de las casas privadas de apuestas, el fenómeno es imparable y la irrupción de pequeñas o grandes mafias sólo es cuestión de tiempo. Ha sucedido con el boxeo, totalmente infectado y en decadencia, pero ya se han contagiado del virus otras especialidades como el mismísimo tenis, abanderado de la caballerosidad, el golf y otros que han salpicado hasta distintos comités olímpicos e instituciones varias.
La avaricia rompe el saco y la proliferación de competiciones locales e internacionales con un exclusivo afán recaudatorio, distorsionan el desarrollo de los campeonatos con la inestimable ayuda de la televisión, que contribuye al bombardeo diario de partidos que carecen del menor interés: amistosos de selecciones nacionales, fases de clasificación, liguillas continentales que no aportan más que aburrimiento hasta sus cuartos de final y, en definitiva, un expolio que ha desembocado en un un Mundial de tropecientos países y unas ligas europeas ruinosas para el ochenta por ciento de los participantes, jugosas para la Fifa y la Uefa e inócuas para el aficionado.
Pero, en mi opinión, la gran víctima es un público, indudablemente decreciente aunque de forma muy lenta, víctima propiciatoria de la tomadura de pelo. Porque, no nos equivoquemos, la abundancia de campeonatos de toda índole y, por lo tanto, la aparición de nuevos clubs y la necesidad de más profesionales, redunda en la menor calidad de estos últimos. Más practicantes, si; pero mayor cantidad de tuercebotas. Y, en este punto, el colmo de la desfacahatez: «menos pitos, más venir al campo y animar que hemos de remar todos juntos». La gran diferencia es que para empuñar el remo, los de la grada pagan (directamente o a las emisoras de televisión) y los del terreno de juego cobran. Y mucho. ¡Así cualquiera!.