La otra cara del fútbol

El desembarco de grandes «fondos de inversión» como propietarios de clubs de fútbol no responde a su interés por engrandecerlos desde sus rendimientos deportivos, sino para poder introducirse en un negocio de movimientos millonarios que no se generan con la venta de entradas, abonos y ni siquiera ingresos por derechos de televisión. Esto da para el día a día, pero no contribuye a multiplicar beneficios a gran escala. Desde hace un tiempo el verdadero negocio se limita a la compraventa de futbolistas. El sueño de todo accionista es comprar jugadores a bajo precio y, si destacan, incrementar su valor de mercado en proporciones gigantescas.

Incluso el Real Madrid, de objetivos aparentemente distintos, apuesta en esta línea. El traspaso de Casemiro representa su más reciente ejemplo. Pero sobre todo modestos como el Mallorca, cuyo lucro directo roza lo imposible, atraen empresas financieras que aspiran a poner huevos en una cesta apetecible económica y fiscalmente.

Hasta ahora el denostado Robert Sarver y su principal socio, que se sepa, Andy Kohlberg aguantan el tipo con ligeras pérdidas asumibles y una inversión contenida. Su equipo de ejecutivos falla en el sustento, promoción y protección de la cantera, pero no pierden ocasión de crear expectativas en torno a jugadores que presumen resultarán rentables. Ahora mismo Maffeo, por el que han pagado tres millones y medio y quisieron colocar por diez en el Atlético de Madrid, o Muriqi, adquirido por ocho y del que esperan sacar veinte por poco que el kosovar marque goles con la elástica bermellona y la Selección de su país.

Se equivocan en firmar contratos de larga duración a profesionales más entrados en años que, con una firma que les asegura su continuidad al margen de su rendimiento, tienden a adocenarse recostados en un futuro de bienestar social y estabilidad económica y familiar. Y en este caso no daré nombres, aunque basta repasar la plantilla y comprobar si hay profesionales cuyo nivel parece haber bajado uno o dos escalones.

Esto es lo que pasa cuando decae la identidad, si la masa social se desentiende y la ilusión de un sentimiento común en torno a un proyecto o un símbolo deviene en negocio ajeno. Que mientras discurre tal proceso la parroquia se divierte, o no, bueno. Pues vale.