Reflexión (II)
Hubo un tiempo, y desde entonces ya ha llovido bastante, en que para hablar por cualquier radio debías de tener tres condiciones: buena voz, dicción clara y capacidad de improvisación. Para la televisión se requería, además, una cuarta: dar bien en pantalla, lo que José María Carrascal define como «enamorar a la cámara». Escribir en un periódico exigía conocimiento de la gramática, la ortografía y la sintaxis, además de saber redactar.
Cuando los medios de comunicación pasaron a ser dirigidos por ejecutivos en lugar de periodistas, hacia el final de los años ochenta, comenzó a bajar el listón en función de los costes. ¿Para qué pagar más a un buen redactor si con el corrector ortográfico se liquidaban las faltas?. ¿Para qué costear una buena voz, si con la tecnología actual se puede cambiar?. ¿No es mejor un locutor que también venda publicidad y se produzca a si mismo?. Y así, paso a paso se ha ido creando una autopista fácil para cualquier infiltrado, impostor, intruso e incluso, y esto es lo peor, algún analfabeto virtual sin título de bachiller elemental, según el sistema antiguo, o sin haber acabado la ESO de ahora.
Mientras desde algunos foros se alimenta la idea de que el nuevo periodismo está en la calle y directamente en internet, donde el menos pintado se erige en comunicador, la profesión decae proporcionalmente a la ingente cantidad de aprovechados para los que no existe ninguna de aquellas exigencias que hicieron de esta profesión un arte y, sobre todo, una responsabilidad. Sin embargo, el mercado indica lo contrario: los medios se baten en franco retroceso, acumulando pérdidas, millonarias en algunos casos, que constituyen una prueba irrefutable de su mala cabeza de ayer.
Para que nos entendamos: renunciamos a los arquitectos y hemos puesto la construcción en manos de los paletas.