El Mundial de la verdad
El fracaso en el Mundial de Rusia 2018 de las selecciones de los grandes mitos y, en cierto modo, míticas en si mismas, es una gran noticia para el fútbol de verdad en la medida que representa una sonora bofetada con la manopla de la realidad a lo que Javier Irureta bautizó como el «fútbol rosa».
La prepotente Brasil, con el cuentista Neymar al frente, la orgullosa Argentina inventada alrededor del olimpo creado por Messi, la invencible Alemania de los Neuer, Kroos, Müller, etc, la eurocampeona Portugal con su mimado Cristiano y hasta la sobrevalorada España del «tiqui taka» inútil se han visto reducidas a la nada por el fútbol de verdad, el que ocupa menos espacio en la televisión, las portadas de revistas y periódicos o programas de radio, pero el que se exhibe en su escenario natural: el terreno de juego.
El fútbol de verdad no se alimenta de egos en los vestuarios, millones mal invertidos, ni carísimas y no siempre útiles individualidades. No premia al más guapo y ni siquiera el más hábil, no ensalza un simple regate y ningún ejercicio malabar. Francia en algunos aspectos, Bélgica sobre todo, Croacia la joven y sorprendente Inglaterra -¡ojo dentro de cuatro años!- nos han devuelto la fe en juego colectivo que apunta al conjunto de las estrellas para alcanzar la luna y no al revés. Nos han enseñado el papel fundamental de los buenos porteros, de la complicidad con sus defensas, de la precisión en el pase, de la velocidad en el contrataque, del movimiento de desmarque y el acierto en la suerte suprema, como en los toros, de las ayudas defensivas, de la solidaridad con el compañero. Cada uno para todos y no todos para uno solo.
Los cuatro semifinalistas han llegado por sus propios méritos. Declaro mi debilidad por los de Roberto Martínez, pero me da igual quién gane la final. Me doy por satisfecho.