Jueces sin toga

Este refrán por el que se nos advierte que no hay peor cuña que la del mismo palo se hace patente en el mundo del arbitraje. Un sobresueldo, sea del tamaño que sea, no le viene mal a nadie y recibirlo como contraprestación a un servicio me parece humano y lícito. No entiendo muy bien que por unas cuentas perras, haya árbitros jubilados dispuestos a zaherir a sus colegas en activo criticando públicamente en medios de comunicación  y redes sociales si han acertado o no en determinadas decisiones.

Hay quien defiende que no puedes hablar de fútbol si no lo has practicado y, en el caso que nos ocupa, que todos los árbitros deberían haber sido poco menos que profesionales del balón. Nunca ha compartido tales argumentos porque según la misma regla de tres no podríamos criticar a los políticos sin haber ejercido como tales, ni valorar una obra de arte por no haberla pintado o esculpido. Distinto sería que tratáramos de impartir cátedra, tentación frecuente en la que caen tanto obispos como diáconos e incluso novicios.

Algunos de estos antiguos colegiados olvidan las barbaridades que ellos mismos cometían cuando vestían de corto y saltaban al campo pito o banderín en ristre. No arbitraban, juzgaban. Así les iba, claro. Y ahora pretenden hacer lo mismo desde los púlpitos puestos a su disposición con la idea de que nos ilustren a todos respecto a las reglas del juego y su aplicación. Pero no hacen eso, no. Rectifican, ponen a sus compañeros de vocación a los pies de los caballos, se erigen a si mismos en un «var» inexistente cual dogma de fé. Para su desgracia no permanecen al pairo del ridículo cuando aseguran ver en una imagen lo que nadie es capaz de ver. Como el ojo de «El día después».