Vinicius, vidicius, vincicius
Lo escribí a las primeras de cambio porque se veía venir la tostada. El racismo, deleznable se mire por donde se mire, no es más que una coartada que usa Vinicius, amparado por las más altas instancias del Real Madrid, sus técnicos, compañeros y buena parte de medios de comunicación, para transformar su mala educación, falta de respeto a los rivales, desprecio al público y a los árbitros, en un problema social en claras vías de retroceso y, sobre todo, un salvoconducto para él y una amenaza para quienes compiten en el terreno de juego.
La hipocresía, alentada impunemente desde las mismísimas instituciones políticas, se ha instalado en los espacios de convivencia, uno de los cuales es el deporte. Resulta hasta ridículo programar campañas de concienciación destinadas a apaciguar los ánimos y el comportamiento de los padres en partidos de fútbol formativo cuando quienes las idean y promueven predican con el ejemplo inverso cada día en el Congreso de los Diputados, el Senado y cualquier Parlamento autonómico o Pleno Municipal.
No cabe recordar, por evidente, que el pago de una localidad no autoriza a nadie para insultar ni leve ni gravemente a los protagonistas de un espectáculo. ¡Faltaría que en un teatro alguien la emprendiera contra los actores al no gustarle la representación!. Pero lo que soporta el jugador del Real Madrid en cuestión no es distinto, aunque así lo quieran vender, a lo que sufren otros jugadores más o menos populares y/o carismáticos. Ya no hablemos de los jueces de línea o colegiados que, como tales, son obligados a asumir la reglamentaria sarta de improperios aceptada como parte de su sueldo.
Vinicius no merece mimos, sino unas clases de urbanidad y atención psicológica pero, especialmente, una importante reducción de protagonismo aunque, este si, vaya incluido en su nómina.